
/ Julián Miranda Sanz
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ACE unos días
hablábamos en esta columna sobre la rutina. Pues bien, hoy (y perdonen la
insistencia sobre el asunto) volvemos con el mismo tema de la rutina. Porque,
señores, no me negarán que lo del cambio de hora no deja de ser una de las rutinas
nacionales desde que el lumbreras de turno tuvo la genial idea de adelantar o
atrasar una hora los relojes según fuera verano o invierno y basándose en un
beneficio, tanto económico como social, para las familias y las empresas.
La cuestión ya viene de lejos.
Si mi memoria no me traiciona, creo recordar que uno de los primeros que adelantó una
hora los relojes de todos los españoles fue Francisco Franco Bahamonde
(conocido como Francisco Franco, el Caudillo), porque no quería que en España
fuera la misma hora que en Inglaterra, por aquello de querer distanciarse de
los que no comulgaban ni mucho ni poco con sus ideas dictatoriales. Pues, hala,
se firma un decreto y punto. Un punto que todavía sigue vigente.
Años más tarde, creo recordar
que fue por finales de la década de los setenta y con motivo de una crisis por
el petróleo, cuando aparece otro genio con la idea de poner un nuevo horario a
los españoles según fuera verano o invierno. A partir de aquí, cada año se vive
la rutina horaria. Una rutina que también cada año se reconoce que no sirve
para nada, pero que se continúa con ella.
A toda esta monotonía de
repetir los mismos argumentos, tanto a favor como en contra, cada vez que se
cambia el horario, añado una pregunta: «¿Qué fue de la Comisión para el Estudio
de la Racionalización de Horarios, la Conciliación de la Vida Personal,
Familiar y Laboral y la Corresponsabilidad que en 2013 se formó para estudiar
la incidencia económica global de un posible cambio de la hora en España para
recuperar el horario antiguo del meridiano de Greenwich que en realidad es el
que nos pertenece?». Sinceramente pensamos que dicha comisión se ha diluido
durante estos dos años. Que con el nombre tan extenso que la define y con tanto
cambio de hora está más perdida que Carracuca entre esa maraña de comisiones y
subcomisiones que se crean (también rutinariamente) para solucionar cuestiones
que deberían resolver otros y que a la postre ni unos ni otros concluyen nada.
A todo esto, nos metemos en
otra rutina: la Semana Santa. Que ya de semana y santa va quedando poco. Pues
tanto su duración y su fervor religioso dependen cada año más de ciertos
factores (también rutinarios) como son las condiciones meteorológicas, las
económicas, las laborales, las familiares e, incluso, las lúdico-festivas.
Aunque en esta rutina hemos experimentado un cambio: pasamos del recogimiento
religioso severo (también implantado por el general Franco, y tan severo que
las presentadoras del telediario aparecían de luto riguroso en las pantallas de
nuestro televisor) al despendole y despelote basándonos en que es necesario
para quitarnos el estrés acumulado desde las últimas vacaciones que
disfrutamos.
Un estrés que por rutina continuamos
soportando desde que nos subimos al coche y nos unimos a la caravana, a las
esperas para que el recepcionista del hotel nos asigne nuestra habitación, a
las colas que guardamos durante el desayuno para tostar el pan en una tostadora
que va demasiado lenta o ante una máquina de café que es tan malo como el que
por rutina nos tomamos cada mañana en el trabajo.
Y después corriendo a la
playa, que los días vuelan. Y cuando vas a colocar la sombrilla en ese espacio
que te parece ser el mejor, la parienta (también por rutina) te sugiere que la
coloques en otro lugar. Y cuando ya has colocado la sombrilla y las sillas en
el lugar idóneo indicado por la señora y la has dado la crema protectora por
toda la espalda, y la has dejado tus cascos para que pueda oír la música,
porque los suyos se los ha dejado en la habitación del hotel porque la metiste
demasiada prisa para bajar a desayunar y así no hay quien pueda disfrutar de
vacaciones, cuando has tenido que ir a comprar una botella de agua porque la
que teníamos en la nevera del hotel con las prisas en la nevera se quedó,
cuando parece que ya todo está en orden y que la rutina de preparar todo está terminada, aparecen en escena el señor o la señora que, a pesar ya de la edad
avanzada que representan y que tienen, todavía no han sabido vivir unos días
solos y necesitan contarte su vida, y la de sus hijos, y la de sus nueras y
yernos, y las de sus nietos y hasta la del sursuncorda, además acompañan estos
relatos mostrándote todas las fotos que la memoria de su móvil es capaz de
soportar, y que por rutina tienes que decirles que están muy bien todos en las
fotos cuando en la playa lo difícil es ver bien una foto en el móvil, porque, por una parte, no
se ve un pijo en la pantalla y, por otra qué nos importa a nosotros las fotos de un señor pelmazo.
Y a la vuelta, la rutina de
siempre: que han sido unas vacaciones muy beneficiosas para recargar pilas, que
a los niños les ha venido muy bien, que a la abuela el agua del mar le ha
sentado muy bien para su artrosis, que no hemos sufrido las temibles caravanas
porque hicimos un retorno escalonado… Si todo esto no es pura rutina, ya me
dirán ustedes.
¡Ah! Y los políticos con su
rutina de que si les votamos a ellos alcanzaremos algo parecido al paraíso
terrenal. Algunos de ellos sí que han alcanzado el paraíso terrenal y el otro. Y yo, por rutina, comeré la rutinaria torrija, aunque no sea como las
que hacía mi madre.