
/ Julián Miranda Sanz
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A pasada semana, la policía detenía en
Santander a Antonio Ortiz Martínez, presunto pederasta de Ciudad Lineal. Con
esta detención el madrileño barrio de Ciudad Lineal recobra el sosiego que las
actuaciones de este delincuente habían robado a sus habitantes.
A partir de la detención de Antonio Ortiz
Martínez comenzamos a enterarnos, a través de los medios de comunicación, de
todos los detalles de la operación, tanto policial como delictiva. No pasa día
sin que los medios se hagan eco de unos hechos que sembraron el terror entre
los ciudadanos.
Tal era la psicosis de miedo que existía y la
falta de información por parte de las autoridades entre la población que se
llegó casi al linchamiento de una persona por el solo hecho de sacar
fotografías por el barrio de Ciudad Lineal mientras estaba realizando su trabajo.
Como en España, o calvos o tres pelucas, tras
la detención se suceden las informaciones y los detalles desde el seguimiento
de este pederasta hasta su detención en Santander. Pero vayamos por partes.
No entendemos por qué se llama a esta persona «presunto
pederasta» cuando ya fue condenado y estuvo en la cárcel por un delito como el
que ha cometido ahora. Creemos que lo de «presunto» sobra. Por otra parte, quisiéramos saber a qué mente
privilegiada se le ocurrió que las niñas que sufrieron los abusos por parte de
Antonio Ortiz acudieran a una rueda de reconocimiento para ver nuevamente a su
agresor. Menos mal que a última hora apareció una mente más sensata y suprimió
esa rueda de reconocimiento a la que iban a enfrentarse las pequeñas.
Bien está que la policía emplee toda la
tecnología existente para desarrollar su trabajo y de esta forma conseguir unos
resultados que conduzcan al esclarecimiento de los hechos, pero de ahí a que se
haga un alarde, tanto por parte de la policía como del propio Jorge Fernández
Díaz, ministro de Interior, existe un gran abismo. La policía está para
investigar, perseguir, detener y entregar a la Justicia a los que delinquen.
Esta es su labor.
No entendemos ese alarde triunfalista por parte
de las autoridades, ni tampoco comprendemos por qué hay que condecorar a los
policías por unas acciones que representan el cumplimiento de su trabajo, que sólo
hacen cumplir con su deber que para eso están. Porque por esta regla de tres,
¿qué hay que hacer con los policías que no son capaces de investigar, perseguir
y detener a los delincuentes? Y a nuestra memoria nos viene el «caso de Marta
del Castillo».
Cuando los padres de Marta vean por televisión
a todo un señor ministro de Interior alardear de una policía que sólo ha hecho bien
su trabajo, ¿qué pensarán? ¿Qué no se creó en su barrio sevillano de Tartesos
la suficiente psicosis de terror? ¿Qué han sido unos ciudadanos lo
suficientemente pacíficos como para no querer linchar a ninguna persona por el
solo hecho de llevar una silla de ruedas? ¿Pensarán que el señor ministro o el
jefe de la Policía o ambos deberían haber dimitido porque no han sido capaces
de esclarecer un asesinato?
Pensamos que el regodearse por hacer bien el
trabajo es una pérdida de tiempo y lo que es más detestable una falta de
respeto a otras personas.