HACE unos días nuestra flamante ministra de Igualdad, Carmen Calvo, impulsada por el clamor popular que ha generado la sentencia de «La Manada», se lanzó al ruedo, una vez más, para defender a la mujer ante las agresiones del varón (como si todos formáramos parte de esa «clase de varones») y ya de paso dejar claro su feminismo omnipresente.
En esta ocasión, la señora Calvo ha propuesto una reforma del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para que si una mujer no dice «sí» expresamente, todo lo demás es «no». Con esta propuesta, basada en un modelo sueco, la señora ministra de Igualdad pretende que los tipos penales de las agresiones sexuales no queden a la interpretación de los jueces y de las juezas (que también, digo yo).
Con esta propuesta tan contundente Carmen Calvo ha provocado tal confusión no sólo entre los expertos juristos (y las expertas juristas), sino también entre los varones de bien que han visto cómo, desde el anuncio de la propuesta de la ministra de Igualdad, sus relaciones sexuales de pareja han descendido alarmantemente o, al menos, practicadas con reparos.
Otro de los sectores en los que la idea de la señora ministra ha causado un alarmismo popular es el de los varones comprendidos entre los sesenta y los ochenta años. Se trata de un colectivo ya castigado y estigmatizado durante su juventud por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana, por la dictadura de Franco, por los guardias del parque del Oeste y del Retiro, por la vecina del tercero izquierda que todo la veía y actualmente mortificado por su próstata.
Atrás habían quedado todos los prejuicios y perjuicios de nuestra pareja y con ellos los dolores de cabeza diurnos, vespertinos y nocturnos que padecía con frecuencia; las depresiones posparto (cinco) y las del «nido vacío» (otras cinco). Nos habíamos adaptado a la convivencia de compartir la jubilación. Nos independizamos de los nietos y nietas (como gusta decir a la señora ministra). Por fin podía libremente hacer un amor libre sin cortapisas. Habían bastado unos pocos viajes con el Imserso a Benidorm, unos bailes en lugares de alterne, unos sujetadores arrojados por la borda después de una noche desenfrenada durante un crucero por el Mediterráneo y unos cuantos baños nocturnos en pelota picada en la playa de La Caleta para que sin mediar palabra entre mi señora y un servidor pudiera hacer un amor a la carta y punto pelota.
Todo marchaba de cine hasta que una mañana mi pareja lee la propuesta de Carmen Calvo: «Si una mujer no dice “sí” expresamente, todo lo demás es “no”». Y a partir de ese momento, mi señora, «felipista» y socialista de pro, se sube al carro del feminismo y me aplica la propuesta de la ministra con la advertencia de que puedo acabar en el cuartelillo de la Benemérita si me paso de la raya.
No sólo se acabó poner la mano en determinadas partes del cuerpo de mi pareja si ella no me dice «sí», sino que me ha instalado en la vivienda unas cámaras de televisión no precisamente para hacer una peli, sino para revisar en un monitor situado en el dormitorio los momentos dudosos de dónde he puesto mi mano o cualquier otra parte de mi anatomía y si esos lugares se corresponden a los que ella concedió su beneplácito. Acción esta similar a la que llevan los árbitros con el puñetero VAR que hemos visto en el último Mundial de fútbol. Y ahí está mi cónyuge parando mi jugada para revisar si dijo «sí» o dijo «no» y para ver si he traspasado la línea que delimita su permiso.
Además del VAR, mi feminista señora, ha contratado a un señor con bigote y natural de Canena, de profesión notario, para que de fe de que cumplo con los síes y los noes. Y si no cumplo, salgo de la habitación con cargos y esposado.
Así pues, señora ministra Carmen Calvo, la ha liado parda entre este colectivo de santos varones con esta propuesta que deja confusos a todos y a todas las partes.