También con el final del verano los jubilados volvemos a nuestra rutina: el desayuno con galletas, ir al mercado o al súper, volver al mercado («no te importa ir a comprar... que antes se me ha olvidado...», te dice la mujer), recoger la ropa del tendedero, recoger a los nietos a la salida del colegio, acudir a la farmacia a por las medicinas, comer las acelgas y el pescado hervido, visitar a la enfermera para que nos tome la tensión y a la salida de la consulta pasar por el centro comercial («ya que te pilla de paso, no te importa...», nos vuelve a proponer la mujer), hasta un largo etcétera, pasando por poner lavavajillas o recoger la ropa de la plancha, que se repite día tras día.
Aunque todo esto parezca agotador, yo particularmente lo prefiero. Estas vacaciones de verano (si se pueden llamar así a los días que un jubilado disfruta fuera de su casa), las primeras que tengo, han sido para pensárselo dos veces si se repitiesen, ¡qué trajín!
Atrás quedaron los excesos en el desayuno, comida y cena por eso de los bufés libres, las carreras hacia la playa para reservar un buen sitio a la «parienta» (en este menester casi nunca aciertas), el paseo por la orilla de la playa (sorteando toda clase de obstáculos), ducha, comida, visitar tiendas, de nuevo playa, más tiendas, cena temprano y... al baile (que hay que hacer ejercicio) y como ya somos maduritos y no estamos para bailes «agarraos», que ya pasó el tiempo, pues ¡hala marcha! Y entonces viene todo el repertorio: desde los pasodobles, rancheras, «los pajaritos» hasta, como no podía ser menos, Paquito el Chocolatero y el No rompas más mi pobre corazón que pone fin a la fiesta a horas intempestivas, y a la mañana siguiente «¡vamos!, a madrugar para que nos cunda el día», oigo decir a mi mujer. Y así toda la quincena. Yo prefiero la rutina del invierno, aunque tenga que comer acelgas sin sal. Porque dos quincenas a este ritmo es «demasiao», que diría un castizo.
También durante las vacaciones encontramos la variante de los viajes organizados por diferentes lugares de Europa. Esos viajes en los que llegas a una ciudad, duermes, y a la mañana siguiente desayunas y sales pitando con una magdalena en la mano hacia otro lugar para visitar, antes del almuerzo, los sitios más importantes y por la tarde nos muestran las tiendas o destilerías (y a gastar cuartos en cosas que cuando llegas a tu casa no hacen nada más que estorbar), cuando nos sentamos a la mesa para cenar ya estamos en otra ciudad sin enterarnos, y así durante ocho días y siete noches. Al final del viaje hemos conocido (o mejor hemos pasado) por cinco o seis ciudades y estamos confusos.
No sé si me adaptaré a estos ritmos, pero por el momento no estoy preparado. Me quedo con mi rutina diaria.