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NTE altos cargos financieros de la City londinense
andaba el vicepresidente británico Nick Clegg pronunciando un discurso en el
que apoyaba las reformas que el Gobierno británico pretende introducir en
materia de apoyo a la crianza compartida de los hijos, mientras su mujer, Miriam
González, escuchaba atentamente entre los asistentes.
Una vez que Clegg finalizó su
exposición y llegó el turno de preguntas por parte de los asistentes al acto,
ante la sorpresa de los allí presentes y principalmente del vicepresidente
británico Nick, Miriam (mujer de Nick y vallisoletana de nacimiento) tomó la
palabra para apoyar a los padres trabajadores modernos y, al mismo tiempo,
exhortarles a que digan alto y claro que cuidan y son responsables de sus hijos,
ya que esto no les afectará a sus niveles de testosterona, pues los que se involucran en la crianza de los hijos «tienen más cojones».
¡Caray con la vallisoletana! Esto
debió de pensar su marido, Clegg, entre aterrorizado y sorprendido, cuando
escuchó el alegato de su mujer en contra de los trasnochados y caducos que ven con
malos ojos que los hombres dediquen tiempo a su familia y a sus hijos. Al
terminar, Miriam recibió, por una parte, una ovación de todos los asistentes (a
ver quién era el guapo que no la aplaudía después de poner sobre la mesa
semejante vocablo y en castellano) y, por otra, su marido la contestó con una
frase estándar que todos los cónyuges tenemos para estos casos: «Coincido
contigo, como siempre».
Miriam González es una de las
mujeres que luchan por la igualdad entre hombres y mujeres. Una igualdad que va
cristalizando en la sociedad, pero que, desde nuestro punto de vista, nunca
llegará a ser realidad no por los «cojones» del hombre, sino porque a la mujer
no le interesa que así ocurra. Quiere tener los derechos del hombre y los
privilegios de una dama. Mientras en la sociedad se están nivelando las
desigualdades entre hombres y mujeres, producto de los cambios sociológicos de
toda época, en la relación de pareja las desigualdades se invierten: la mujer
es abiertamente más dominante (en todos los sentidos, incluido el sexual) y el
hombre desempeña un papel más sumiso. (Alguna feminista puede llamarme
machista. Correré el riesgo; pero a ciertas edades puedo permitirme el capricho
de opinar y decir lo que pienso, entre otras razones, porque mis decisiones ya
no dependen del nivel de mi testosterona y eso me hace ser libre.)
A esas feministas que allá por
finales de la década de 1960 y principios de 1970 comenzaron la liberación de
la mujer con la quema de sujetadores como símbolo de una batalla por su igualdad
de derechos y que feministas como Miriam González aprovechan las ocasiones para
continuar la lucha les puedo decir que si los hombres de aquellos años finales
de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado no dedicaban tiempo
a sus mujeres e hijos no era por falta de cariño, interés o compromiso con la
familia, sino porque se pasaban el día y parte de la noche en el trabajo. Era
la sociedad del consumo, de los plazos, del bienestar, y eso había que
trabajárselo, porque, además había trabajo. Señoras feministas, si ustedes
estaban más tiempo en casa, ¿no era lógico que fueran ustedes quienes más
trabajasen en el hogar y más cuidados y atenciones dedicaran a sus hijos?
Hoy se vive de otra forma (no sé
si es mejor o peor, depende en qué orilla te encuentres o, en el caso de las
feministas, si tienes nuera o yerno). La pareja trabaja fuera del hogar, es
lógico que sean los dos quienes en el hogar se repartan las tareas propias de
la casa. Y es aquí, en la casa, donde esa igualdad que ustedes persiguen la
están consiguiendo en detrimento de la libertad del hombre. En este punto es
donde entra en funcionamiento el lenguaje femenino (difícil de comprender):
hablan como el Papa, en plural; nunca se sabe si están preguntando o afirmando,
y, además, te hacen creer que tú eres el que organizas.