El próximo 20 de diciembre, los ciudadanos estamos llamados a las urnas para decidir quién será nuestro próximo «padre patrio» que nos conduzca por el desierto hasta alcanzar el oasis soñado. Un oasis que todos los políticos nos prometen y que se encargan de hacernos ver que, además, existe. Sin embargo, a estas alturas del año y después de pasar por múltiples campañas electorales, creemos que el ciudadano ha perdido toda referencia de partido político a quien votar. Cada persona tiene una predilección por determinado color político y una fe en algún político en concreto a la hora de depositar su voto, pero esta idea cada vez se derrumba más estrepitosamente con los pactos poselectorales a los que los políticos y sus respectivos partidos se ven abocados para alcanzar sus propósitos: conseguir el poder y, en el mejor de los casos, el premio gordo: la Moncloa, y así de esta forma van acabando con esas ideas políticas de los ciudadanos cuando acudimos a las urnas para depositar nuestro voto. Un voto que, como digo gracias a esos apaños entre candidatos al premio electoral, va a parar al político al que nunca hubiéramos votado.
La fecha del 20-D nos trae a la memoria otro 20 de diciembre, pero del año 1973 cuando ETA asesinó al almirante Carrero Blanco, entonces presidente del Gobierno. Aquella jornada comenzaba plagada de incertidumbres. Cuando en la mañana de aquel 20 de diciembre se produjo la explosión que acabó con la vida de Carrero Blanco, se creó tal desconcierto en todos los medios y en la sociedad en general que nadie sabía qué había ocurrido en realidad, y ese desconcierto fue tornándose incertidumbre a medida que las horas iban pasando y se desconocía lo que podría ocurrir a partir de ese momento. Las calles de Madrid, sus principales arterias, como la Gran Vía, de la que dicen que nunca duerme pero que aquella noche de diciembre sí paró su frenético transitar, y los ciudadanos en general quedamos paralizados por un miedo a perder lo que los de aquellas generaciones estábamos atisbando en el horizonte de una España nueva, de una España que podía cambiar y de verdad: una democracia después de cuarenta años de dictadura, pues Franco por aquella época ya estaba en horas muy bajas y casi resignado a que su tiempo había pasado.
Y de aquella noche de diciembre, preñada de incertidumbres y zozobras, pasamos a la alegría desatada en junio de 1977 por el alumbramiento de las primeras elecciones democráticas en España tras cuarenta años de dictadura franquista. La gente salió a las calles para manifestar su alegría y su fervor y los políticos no nos ofrecían tantas cosas como ahora, solo prometían y deseaban libertad y un cambio en la vida de los ciudadanos, pero un cambio en libertad y sin iras como decía la canción del grupo Jarcha. Esa alegría y ese fervor de libertad y cambio volvió a vivirse en octubre de 1982 con un joven Felipe González que ganó las elecciones generales.
Entre aquellas dos elecciones de 1977 y 1982, ganadas por Adolfo Suárez y Felipe González, respectivamente, y esta ristra de elecciones que hemos padecido este 2015 vemos una gran diferencia: aquellos políticos, aquellos líderes, ilusionaban a los ciudadanos y transmitían seguridad y eran fieles devotos a sus ideas. Los señores que hoy se dedican a la política han elegido ésta como un trabajo muy bien remunerado en el que a unos se les ha ido la mano al cajón de los cuartos y otros han tenido que acudir para sujetar dicho cajón y evitar que quedaran con la mano atrapada de por vida, cosa que no siempre han podido al quedar también ellos cogidos en ese intento salvador.
Señores líderes, céntrense en hacer política con arreglo a sus ideales de partido y no se presten ni cedan a cambios de pensamientos por alcanzar la meta situada en la Moncloa porque lo que están consiguiendo es sembrar la duda y la desconfianza entre los ciudadanos.