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Sociedad
Metro-Goldwyn-Mayer y los sueños
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URANTE todo el año 2014, la
Metro-Goldwyn-Mayer celebrará sus noventa años al servicio del cine, y yo, como
amante del cine, también quiero unirme a esta celebración y por ello desde esta
columna envío mi felicitación a la Metro por su aniversario y por los éxitos
alcanzados.
Con este aniversario he
vuelto a recordar tardes en cines de barrio y, además de sesión continua (dos
películas y No-Do). Eran tiempos donde las películas en cuanto a su género se
clasificaban así: de tiros, de amor, de miedo o de llorar. Luego había otra
clasificación: la moral; las toleradas para todos los públicos estaban marcadas
con un 1 o un 2; las de mayores tenían un 3 o 3-R, y existían las del número 4,
que eran ¡para mayores con reparos! Si aquellos censores vieran las escenas que hoy
se proyectan, sin duda les daría el sarampión.
Sin embargo, gracias
a aquellos censores nuestra imaginación alcanzaba límites insospechados. Virtud
que se ponía en práctica cuando un grupo de amigos se reunían para contar la
película que habíamos visto el domingo o el jueves si hacías pellas. Sí, contar
películas. Porque entonces, además, de ver la película, ésta se contaba
después, eso sí en las de intrigas no se podía decir el final sin el
consentimiento de los demás.
Las películas que
ponían en los cines del barrio se proyectaban durante una semana, tiempo que
hoy casi no duran algunas películas de estreno. Las palomitas estaban representadas
por un buen bocadillo que, entre tiros, besos y lágrimas, nos comíamos y
salíamos del cine merendados o cenados, dependiendo de la hora.
Ver películas en las
que la primera imagen era el león de la Metro, ya era garantía de que la peli
sería buena. El rugido ya de por sí te imponía y hacía que te acomodases bien
en la butaca y empezaras a creer que eras Cary Grant, Alan Ladd, Paul Newman o
el mítico John Wayne.
Tampoco puedo olvidar
los cines de estreno, donde las películas se mantenían en cartel durante varios
meses. Esa Gran Vía de Madrid, con sus cines (había trece salas si no recuerdo
mal), sus salas de fiesta, sus clubs de alterne, sus cafeterías.
Las fachadas de los
cines lucían unos carteles enormes en los que se anunciaba la película, y por
la noche sus luces impregnaban un espíritu soñador, seductor, romántico y
frívolo en nuestras mentes que hacía que deambuláramos por la Gran Vía después de salir
de la sesión de las diez y media en busca de alguna aventura con alguna Ava
Gardner.
Gracias a películas
de la Metro-Goldwyn-Mayer pudimos vivir la sensación de una carrera en coche
por las calles de San Francisco, o cruzar el Puente de Brooklyn, o tener una
aventura con Marilyn Monroe, o sentir la
sensación de conducir el ganado por las praderas del oeste americano junto a
Jonh Wayne. Y como todo tiene su fin, esta columna de hoy también ha llegado a
su The End. Gracias, León.
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