En Galeradas
Sociedad

El Retiro y la playa
Por Julián Miranda Sanz
C
|
OMO el buen tiempo continúa entre nosotros y el
otoño sigue deleitándonos con su rica y variada indumentaria que luce por toda la
ciudad, especialmente en los parques y en el cielo al atardecer, no puedo rechazar
la invitación que me hace mi pareja y, juntos, decidimos pasar el día por
lugares de Madrid que nos aportan una mezcolanza de recuerdos imposibles de
olvidar y fáciles de evocar por lo que representaron en nuestra evolución
personal.
Uno de mis lugares favoritos,
y especialmente en otoño, es el Parque del Retiro en Madrid. Este lugar
representa mi infancia, mi juventud y, con los años, mi vejez. No me canso de
caminar por sus paseos, de embriagarme con sus olores, de embelesarme con su
cambiante colorido. El recuerdo de mis flaquezas, pequeñas, grandes o vaya
usted a saber cómo, me produce una evocación a tiempos remotos que sólo
permanecen en mi memoria.
Todas estas fragancias que
proporciona un día otoñal las viví ayer junto a mi pareja, que bien se merece
una jornada sabática por su paciencia, su tolerancia y su bondad, virtudes que
cada día pongo a prueba, y que lejos de quebrantarse se intensifican aún más.
Paseamos por El Retiro. Hacía
más de dos años que no lo visitábamos. Cogidos de la mano recorrimos todos esos
lugares que antaño habíamos transitado. Recordamos lo que estaba y lo que ya no
existía o había cambiado. Nuestras memorias divagaban o se perdían en el
tiempo. El lugar era lo que menos había sufrido el paso del tiempo; eran los
personajes que lo poblaban quienes lo hacían diferente.
Hicimos un alto en una
de las terrazas que hay frente al Estanque. Lo vimos más hermoso y hasta nos
pareció que la estatua de Alfonso XII, que preside las escalinatas del
estanque, era aún más majestuosa. Ante nosotros pasaban parejas que con sus
móviles captaban una instantánea del lugar y del momento y a continuación
algunas se besaban; éstas eran novios. Cerca de nosotros, un emigrante húngaro
tocaba un saxofón y las notas que emitía te conducían a un París bohemio, o a
una Venecia para enamorados, o a unos salones imperiales de Austria.
Sin saber por qué a mi
memoria llegó una breve conversación que tuve con una muchacha rubia
precisamente aquí. La confesé que el mejor lugar en el que yo podía pasar unas
vacaciones era el Retiro. Ella, mirándome sorprendida por mi confesión, me
espetó: «Donde estén unas vacaciones en la playa que se quite tu Retiro,
chaval». Hoy, pasados cuarenta años, he vuelto a realizar la misma afirmación
sobre mis gustos vacacionales y la respuesta que he obtenido por parte de la
mujer que tenía a mi lado ha sido idéntica a la de aquella ocasión. La mujer que
hoy me ha respondido es la misma muchacha rubia de antaño.
Emprendimos de nuevo el
recorrido. Bajamos por el paseo de las Estatuas hasta llegar a la calle de Alfonso
XII. El silencio que había sido nuestro acompañante se vio perturbado por el
ruido del tráfico que nos integraba en la vida de una gran ciudad.
Caminamos hasta la Cuesta de
Claudio Moyano, que nos recibió con sus típicas casetas repletas de historias
humanas y de libros con páginas amarillas como peaje de su paso por la historia
y el tiempo, y desembocamos en la plaza del Emperador Carlos V para alcanzar
una mesa en la terraza del Brillante, lugar emblemático por sus sabrosos bocadillos de
calamares, y reponer fuerzas para continuar el recorrido. Y aquí, en esta
glorieta de Atocha como se la conoce popularmente, más recuerdos. De aquí
partían unas «camionetas» que llegaban hasta el estadio Santiago Bernabéu
transportando a los aficionados al fútbol cada domingo.
Continuamos calle
de Atocha arriba en nuestro túnel del tiempo particular echando en falta
innumerables comercios y locales que el cambio de costumbres y las sucesivas
crisis económicas han hecho que desaparezcan del paisaje urbano. El Club
Consulado, ya desaparecido, era uno de esos locales. Llegados a la plaza de
Jacinto Benavente, la ausencia de grandes carteles en la fachada del teatro
Calderón nos evoca las revistas o las obras de teatro que en él se
representaban allá por los años sesenta.
De regreso, nos despiden los
rascacielos de la zona norte de Madrid. Sus fachadas van adquiriendo unos
colores tornasolados producto del crepúsculo que cae sobre la ciudad. Ya en
casa, la noche ha caído y sólo la luz mortecina de las farolas alumbra los
misterios, intrigas, pasiones y sufrimientos que habitan en la oscuridad.
Sin embargo, a nosotros aún
nos quedan cosas por recordar antes de que amanezca.
En Galeradas
No llores porque
ya se terminó, sonríe porque sucedió.
(Gabriel García Márquez, escritor.)