A ISABEL, por su paciencia y otras cosas. A PEDRO y ESPINOSA, mis primeros jefes. A FERNANDO, profesor de artes gráficas. A LUIS, buen jefe y, sobre todo, persona. A TONI, ahora más que nunca.
NOSOTROS, LOS DE ENTONCES, YA NO SOMOS LOS MISMOS

Algunos personajes o hechos que aparecen en estas galeradas son completamente ficticios y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
RAFAEL MERINO RAMÍREZ | Jubilado
Julián MIRANDA SANZ
LA COLUMNA DE UN EXLINOTIPISTA

Sesión continua


lunes, 16 de noviembre de 2015

A principios de este mes de noviembre se celebró una nueva edición de la «Fiesta del cine» con el propósito de acercar el «séptimo arte» a un sector del público que, aunque continúa siendo fiel a las proyecciones cinematográficas, no acude a las salas de cine con la asiduidad que los organizadores de estas «fiestas» desearían para que el sector del cine pudiera seguir ilusionando y entreteniendo sin ser deficitario.
Ante este reclamo cinematográfico, la nostalgia y el recuerdo se instalan por unos momentos en mí para revivir aquellos días de mi niñez, mi juventud y mi adolescencia en los que acudíamos a quellos cines de barrio donde proyectaban «dos películas y No-Do» en sesiones que comenzaban a las cuatro de la tarde hasta las doce o doce y media de la noche. Eran las inolvidables sesiones continuas. Unas sesiones que te permitían poder ver dos veces en la misma tarde la película si ésta te había gustado o querías disfrutar algún detalle que durante la primera visualización hubiera pasado inadvertido.
A estos cines de barrio primero acudimos con nuestros padres, generalmente era nuestra madre quien nos acompañaba a esas sesiones autorizadas para todos los públicos en las que entre asaltos a diligencias y persecuciones a cuatreros nos daban de merendar aquellos bocadillos de mortadela o el sabroso pan con una onza de chocolate al tiempo que imaginábamos que éramos el sheriff que limpiaba la ciudad de malhechores. Con el tiempo fuimos cambiando la compañía de nuestra madre por la de los amigos y la de las primeras novias y sustituimos la mortadela y el chocolate por las pipas o el bombón helado, aunque éste siempre era la chica quien se lo comía y siempre era el chico quien lo pagaba. El chico no solo pagaba aquel bombón helado, sino que también pagaba la entrada, la propina al acomodador (entonces había unos señores que te conducían hasta la butaca y por ello se les daba una propina, este gesto a veces era un punto favorable que ganabas ante tu chica), la caña a la salida del cine mientras se comentaba las películas y hasta los billetes de metro o del tranvía. Algunos de mi generación del 68 me comentan a este respecto que éramos unos «paganinis gilis»; sin embargo, pienso y creo que éramos unos pequeños caballeros románticos y sentimentales que, además de correr con los gastos, también ofrecíamos, cuando la ocasión lo requería, a nuestra acompañante femenina nuestro pañuelo para que enjugara esa lágrima que brotaba al ver cómo la protagonista sufría la pérdida de su amor. (Permítanme que haga una pequeña confesión sobre este tema del pañuelo. La acción que representa que un hombre ofrezca su pañuelo a una mujer para que esta seque esa lágrima que amenaza estropear su maquillaje, me parece uno de los actos más románticos, sencillos y hasta con su punto de erotismo que un hombre puede ofrecer a una mujer.)
Aquellos cines de sesión continua nos hicieron soñar, reír, llorar, amar. Nos hicieron mayores. Nos abrieron las puertas del amor y del desamor. Fue el escenario de nuestro primer beso. Vivimos múltiples vidas. Fuimos el Jonh Wayne bonachón, el Glenn Ford rudo y canalla, el Cary Grant caballero y elegante, el Paul Newman de ojos seductores, el Rock Hudson conquistador, el Sean Connery frío y calculador y hasta el vaquero de Marlboro. Poco a poco todo ha ido cambiando, empezando por aquellos enormes carteles, hoy inexistentes, que anunciaban las películas; de aquellos cines refrigerados nunca más se supo; del cinemascope se ha pasado a las proyecciones en 3D; de las entradas con diseño a la tira de papel actual; las pipas y el bombón helado los hemos cambiado por las palomitas y la coca-cola en tamaño gigante que en la mayoría de las ocasiones quedan desparramadas por la butaca; aquellos mitos que nos acompañaron en el cine de barrio se han derrumbado por la acción del tiempo unos y por un falso puritanismo, otros; el desarrollo imaginativo ya no existe porque ahora vivimos todas las escenas con sus más íntimos detalles sin margen alguno que desarrollar; de guardar cola ante las taquillas mientras hacíamos nuestras primeras «manitas» o nos contábamos la película de la semana anterior, a comprar las entradas por Internet; de los tres, cuatro o cinco cines que cada barrio tenía, hemos pasado a las minisalas, eso sí las butacas siguen sin cambiar: las actuales están en tan mal estado que parecen las de antaño; y, además por si todo esto fuera poco, nosotros también hemos cambiado.
En definitiva, pensamos que lo que deben hacer estos señores que organizan cada año la «Fiesta del cine» es procurar hacer mejores películas porque hoy se proyectan filmes que no valen ni el precio reducido y muchas de estas películas ni eso. Hagan cine de calidad y verán cómo el público acude a las salas sin necesidad de fiestas ni gaitas.



ENTRE LA FICCIÓN
Y LA REALIDAD





Jubilado noctámbulo

EL DÍA EN GALERADAS
Jueves 16 de enero de 2020

Y ahora a por el Oscar
CONOCÍAMOS varias facetas de la vida de Pablo Iglesias, pero tras ser designado vicepresidente del gobierno de Pedro Sánchez, ha salido a la luz la verdadera vocación de Pablo Iglesias. Con su nombramiento para formar parte del nuevo gobierno progresista y de coalición y feminista y populista y oportunista y veleta se han confirmado los rumores que desde hacía tiempo venían rondando por esta redacción sobre una de las pasiones ocultas del exultante líder de Unidas Podemos: el cine.
Por ello es por lo que hoy publicamos el cartel que anuncia la última película que el gran actor Iglesias ha protagonizado: El hombre del Oeste, filme producido y dirigido por un novel director Sánchez. Con esta película, tanto el director como el actor quieren rendir un homenaje a la España del «blanco y negro» (representada en un mítico Kirk Douglas) y a la España del tecnicolor (personificada en el legendario Alfredo Landa), sirviendo como nexo de unión entre ambas el ya populista Pablo Iglesias, que lo mismo interpreta un drama o una comedia o un wéstern o una vicepresidencia.
Lástima que por demorarse su elección como ministro no pueda optar a los Oscar y haya llegado tarde para competir con Antonio Banderas por el premio a mejor actor. Pero démosle tiempo a este nuevo intérprete del séptimo arte que se atreve con todos los géneros de la interpretación.
Desde el pasado lunes 13 de enero se proyectan en las Salas de la Carrera de San Jerónimo los filmes más destacados de Pablo Iglesias. Títulos como El pisito, No sin mi Irene, Los tramposos, Deprisa, deprisa, Furtivos, Amantes, Mentiroso compulsivo o El Azotador, entre otros.
Desde esta columna deseamos a Pablo Iglesias los mayores éxitos en el desempeño de su nueva faceta por el bien suyo, por el de Irene, por el de Pedrín (el de Roberto Alcázar), por el populismo, por los que se han ido y por los que quieren irse y por los que llegan, por los del feminismo, por los LGBT, por los del cambio climático, por los colectivos marginados, por los de Teruel, por los del centro (bueno, por éstos no), por los que creen en la igualdad entre las mujeres y los hombres… Por todos ellos y todas ellas sí se puede.

Un Jubilado por la Gran Vía



EL DÍA EN GALERADAS
Miércoles 25 de diciembre de 2019

Las necesidades del espíritu
DOS veces al año, desde que me divorcié, quedo con mi amigo Andrés. Una cita es a principios de verano y la otra, cuando se acercan las Navidades. Si la cita corresponde con el tiempo de verano, solemos quedar en cualquier lugar del Levante y si el encuentro es durante la Navidad, nos citamos en cualquier restaurante de la Gran Vía madrileña. «Nuestra» Gran Vía.
A Andrés lo conozco desde aquellos años de juventud en que cada fin de semana echábamos nuestras partidas de billar y frecuentábamos discotecas en busca de muchachas que quisieran compartir con nosotros esos momentos que nuestra juventud nos demandaba entre la gloria y el infierno y que tenían lugar en un piso de alquiler en el que, aparte de estos encuentros compartidos, organizábamos partidas de cartas con otros amigos del barrio, celebrábamos cenas con largas sobremesas en las que cada uno a su manera contaba de qué forma podríamos vivir un futuro en libertad y en democracia; también solía contarse alguna que otra trola. Pues bien, aquel piso de alquiler era además la vivienda de Andrés.
Atrás quedaron todas aquellas aventuras amparadas en una loca y, en ocasiones, irresponsable juventud. La vida nos condujo unas veces por donde quiso y otras, por donde nosotros queríamos caminar o al menos eso pensábamos. Nuestros encuentros de juventud se desvanecieron por la situación laboral de cada uno de nosotros. Andrés marchó a trabajar durante largas temporadas a Londres y con ello nuestra relación se limitó a algunas cartas o a algunos encuentros esporádicos durante las vacaciones de verano que aprovechábamos para visitar algún lugar de moda durante la época estival. Sin embargo, cuando nuestra amistad se tambaleó hasta caer en un abismo fue cuando durante unas vacaciones de verano conocimos a dos jovencitas que a la postre fueron nuestras esposas. Vamos que nos casamos por la Santa Madre Iglesia y hasta que la muerte nos separase. Sin embargo, no fue la muerte quien nos separó, sino otras circunstancias que ahora no vienen al caso y que algún día desvelaré. Pero volvamos a mis encuentros con Andrés. En esta ocasión nos citamos en un restaurante de la Gran Vía. La emblemática calle de Madrid había sido engalanada con las luces que anunciaban la Navidad y por sus aceras transitaban ciudadanos, unos llegados de provincias y otros, lugareños, que ponían cierto colorido a la noche madrileña.
Andrés y yo contemplábamos toda esa fauna consumista como lo veníamos haciendo desde hacía muchas Navidades. Sin embargo, con el paso de los años, todo era distinto. Habían cambiado los locales, los cines, las salas de fiesta, los transeúntes... Había cambiado hasta la propia Gran Vía y, por supuesto, nuestras conversaciones, nuestras necesidades y, claro, nosotros mismos.
Es curioso comprobar cómo tu top de prioridades va experimentando variaciones con el paso del tiempo y, por ello, las necesidades espirituales sufren tantas variaciones como si de una bolsa de valores se tratara. Y a esas prioridades del espíritu son a las que Andrés y yo dedicamos nuestros encuentros gastronómicos y anuales. Al principio de estas reuniones, cuando teníamos unos cuanto años menos, nuestras conversaciones fluían al amparo de una cena sobre nuestros proyectos, nuestra vida laboral, nuestros ideales políticos, nuestro número de conquistas amorosas y de las no amorosas, nuestras aficiones y, a veces, hasta de nuestra familia, sin darle importancia al verdadero anfitrión de la mesa: el menú. A continuación nos trasladábamos a cualquier sala de fiestas o discoteca para concluir en no se sabía bien en qué cama ni quién era la morena o la rubia que teníamos junto a nuestro cuerpo desnudo.
El tiempo pasa inmisericorde y con él pasa nuestra vida. Deja de importarnos la política. De la oficina, ni hablar, tan solo algún vago recuerdo sin importancia. De la familia... de la familia, mejor dejarla correr como al agua. Las aficiones: las que nos gustan ya no podemos practicarlas y las que podemos practicar no nos agradan. Los amores... pues los amores ni correspondidos ni sin corresponder, salvo algún escarceo ocasional. Y de los alimentos, ¿qué? Pues que el que no perjudica al riñón hace daño al hígado o te sube el colesterol. Vamos, que estamos a punto de pasar esa raya que marca la frontera entre vivir una vida de privaciones de toda clase y comenzar a tomar pastillas para toda clase de remedios.
Por ello, en las comidas o cenas que celebro junto a mi amigo Andrés, por un lado, nos saltamos toda clase de recomendaciones, tanto de las médicas, de las sociales, de lo políticamente correcto como de las que nos inculcó la Santa Madre Iglesia condenándonos al fuego eterno si no cumplíamos sus preceptos y, por otro, mandamos al diablo todas las privaciones y nos ocupamos de esas necesidades del espíritu de las que los médicos no tienen ni idea y disfrutamos, al menos dos veces al año, de lo que son los placeres de la vida: un buen amigo, una exquisita cena sin restricciones y con su correspondiente sobremesa regada con un buen coñac, un paseo por los santos lugares de antaño, unas copas y una compañía femenina de coalición. En pocas palabras, lo que toda la vida se viene llamando «echar una cana al aire».

Un Jubilado por la Gran Vía



EL DÍA EN GALERADAS
Martes 26 de noviembre de 2019

Cómo dejé de fumar
HACE unos dias leí en la prensa que Robert Norris, más conocido como el «hombre Marlboro», había fallecido a los noventa años y que nunca había fumado. Yo sí fui fumador.
La noticia hizo que me retrotrayese a aquellos años en los que, aún siendo un imberbe, quería imitar e incluso ser el hombre de Marlboro. Transcurrían los años sesenta y a mediados de esa década dejaba la férrea disciplina de un colegio religioso con misa diaria y fiestas de guardar para enfrentarme con un mundo en el que todo me resultaba novedoso, fascinante, ilusionante y hasta turbulento y pecaminoso. Empezaba a ver cómo era la vida fuera de los muros del colegio.
Comencé a trabajar y aparqué los estudios. Descubrí mi barrio y conocí nuevos amigos. La diaria asistencia a misa fue transformándose en visita cotidiana a los billares del barrio. Las clases de matemáticas se convirtieron en lecciones de cómo hacer carambolas en el juego del billar. El amor cristiano que me enseñaron aquellos curas del colegio se convertía en amores paganos y sin duda acreedores de las penas más terribles del infierno.
Durante ese devenir entre lo prohibido y lo permitido, en mi vida irrumpieron el mítico vaquero que anunciaba los cigarrillos Marlboro con su icónico sombrero y Humphrey Bogart con su cigarrillo entre los dedos. Aquellas imágenes me trasladaban a un mundo que representaba para mí el poder, la seducción, la libertad, el placer... y comencé a fumar.
Fumaba porque, entre otras cosas, fumar era bien visto por la sociedad y hasta llegué a creer que ello me reportaba más éxito con las chicas y porque con un cigarrillo entre mis dedos me sentía más seguro.
En alguna que otra ocasión ofrecer un cigarrillo era una forma de comenzar una conversación e incluso servía para llenar esos silencios que a veces se producían durante algún encuentro, llamésmolo amoroso. Me gustaba que cuando salía con una chica, ésta fumara. Encender un cigarrillo y ponérselo entre sus labios o ver la marca que su carmín dejaba en la boquilla del cigarrillo eran situaciones que me proporcionaban grandes dosis de morbo, tantas como las que aún me producen unos tacones de aguja.
Los fines de semana (el resto de la semana fumaba Bisonte o Tres Carabelas) compraba un paquete de Marlboro y lo compartia con mis colegas en los guateques, durante los partidos de pelota en el frontón Madrid o durante las partidas de billar de domingo por la mañana.
Asi, entre bisonte y marlboro, entre el trabajo y los billares, entre charlas con los colegas y conquistas femeninas, fueron pasando los años y cada día iba incrementando el consumo del tabaco. Me encontraba seguro con un cigarrillo en la mano. Esa seguridad me daba fuerzas para emprender nuevas empresas, tanto profesional como personal. Me matriculé en la Escuela Oficial de Idiomas para cursar francés. Y durante un descanso entre clases fui a encender un cigarrillo y en ese momento de búsqueda por los bolsillos tratando de encontrar el encendedor fue cuando una de las chicas cercanas a mí me ofreció una carterilla de cerillas de esas que anunciaban, bien un bar de copas, bien una discoteca. Nos enrollamos.
Ninguno sabía el tiempo que duraría aquello. Sólo teníamos claro que nos gustábamos mutuamente, que queríamos disfrutar sólo el presente sin mirar el futuro y que a los dos nos gustaba fumar y así comenzamos a salir y a despertar partes de nuestra piel que teníamos dormidas. Nuestra aventura navegaba a favor del viento hasta que una de esas tardes que pasábamos en cualquier discoteca ocurrió lo que jamás imaginamos ninguno de los dos que pasaría: comencé a aborrecer el tabaco.
Aquella tarde transcurría como una de tantas otras. Bailamos. Nos besamos. Volvimos a bailar y volvimos a besarnos. Disfrutábamos el presente hasta que ella dio una calada y acercó su boca a la mía en un ademán de besarme.
Yo entreabrí mi boca como había hecho en otras muchas ocasiones esperando sentir su lengua explorando todo mi interior, pero lo que sentí fue toda una bocanada de humo que me produjo náuseas y un cabreo impresionante que tardé varios días en olvidarlo, no así la sensación de ahogo que me produjo aquel beso envenenado, pues cada vez que encencía un cigarrillo y daba la primera calada sentía una sensación de rechazo que me obligaba a tirar el cigarro al suelo y pisarlo con rabia.
Días después, mientras nos besábamos dentro del coche, ella volvió a repetir la misma acción de depositar el humo del cigarro dentro de mi boca con lo que logró que vomitara manchando su vestido y la tapicería del asiento del coche, y cogiendo esta vez un cabreo monumental, que quizá hoy sería catalogado de violencia machista.
Durante los días posteriores iba aumentando mi rechazo al tabaco y al mismo tiempo hacia aquella muchacha. Poco a poco fuimos espaciando nuestras citas hasta llegar al final de aquella aventura que comenzamos con una carterilla de cerillas. Ella se marchó a Granada, no recuerdo a qué. Yo abandoné la Escuela de Idiomas, marché a Gijón de comercial en un concesionario de coches y dejé mi adicción al tabaco.
Todavía hoy conservo aquella carterilla de cerillas y llevo un encendedor en el bolsillo de la chaqueta por si alguien se acerca para decirme: «Por favor, me da fuego».

Un Jubilado por la Gran Vía



EL DÍA EN GALERADAS
Miércoles 20 de marzo de 2019

Todo tiene su fin
ATRÁS quedó 2018. Un año que muchos recordaremos porque se celebró el cuadragésimo aniversario de la  Constitución española o el año que un tal Pedro Sánchez, tras pactar con Dios y con el diablo, se alzó a los altares del poder, disfrutó con un falcón, hizo más viajes que todos los jubilados del Imserso juntos y se aseguró una pensión de lujo de por vida para regocijo propio y señora. Esto es hacer carrera. Al término de su embarazo presidencial (comienzos de 2019), presentó sus memorias y, entre los cambios más sonados mediante decretos-leyes durante su mandato al frente del Gobierno de España, puede atribuírsele el de un colchón para cama de matrimonio. Por el momento no nos consta que también haya cambiado las almohadas y la sábana bajera por decreto-ley.
Sin embargo, para mí 2018 fue el año en el que se cumplieron cincuenta años de la creación de Cosecha del 68. No. No se trata de un vino. Cosecha del 68 obedece al nombre que un grupo de muchachos, allá por el año 1968 y por iniciativa de una jovencita llamada Natalia, decidieron en aquel verano dar nombre propio al grupo que desde hacía un año se divertía los fines de semana, y especialmente en verano, en la discoteca de Chapinería, un pueblo cercano a Madrid. Por ello, aquel verano del 68 fue algo especial para todos los integrantes de aquella cuadrilla (chicos y chicas).
Los fines de semana se sucedían, y la unión y la complicidad de todos nosotros iban ganando enteros. Solíamos reunirnos en Aldea del Fresno, lugar del que algún miembro del grupo era natural o bien sus padres tenían una segunda vivienda. La empatía que reinaba entre nosotros era tal que continuó más allá del verano y fue prolongándose durante el resto de las estaciones. Acudir un fin de semana a Aldea y Chapi fue convirtiéndose para todos nosotros en una fiesta de precepto y en lugar de amoríos para muchos, de amores para otros y de desamores para algunos. Todos ellos alimentados por la brasa que aviva el fuego hormonal propio de una juventud estigmatizada por la censura sexual a la que estaba sometida por el régimen franquista. Cosecha del 68 permaneció unido durante cinco años.
En el verano de 1969, el grupo musical Módulos lanza una de las baladas más destacadas en el panorama musical español, Todo tiene su fin, que acabó con la norma de que las canciones comerciales debían tener cerca de tres minutos de duración. (Años más tarde, esta balada recobró un gran éxito con la versión del grupo cordobés Medina Azahara publicada en 1992.) Está canción fue una de mis preferidas durante aquel periodo. A esta preferencia se sumó Natalia. Con sus acordes nos enamoramos, nos desenamoramos, nos quisimos y nos odiamos. El azar quiso que Todo tiene su fin también fuera el anuncio del final de Cosecha del 68. Poco a poco la cuadrilla fue disgregándose. Unos encontraron pareja fuera del grupo; algunos sufrieron desengaños y decidieron buscar consuelo en otro lugar; otros se trasladaron a otra ciudad e incluso a otro país. Este fue el caso de su fundadora, Natalia, que, tras vivir en varias ciudades españolas, se marchó a Montreux (Suiza) y de la que, debido a la falta de redes sociales y del wasap, no volví a tener más noticias, salvo en un par de ocasiones en las que coincidimos en la feria del SIMO allá por la década de 1980. El tiempo fue pasando y los veranos fueron sucediéndose hasta llegar a 2018.
El verano de 2018 me pilla en Madrid. Los paseos por su Gran Vía me habían ahorrado unos cuantos euros en psicólogos para superar una depresión tras mi separación. Una separación ya muy lejana, pero con heridas que ni el tiempo ha sido capaz de cicatrizar. Heridas más económicas que amorosas, pues mi ex me dejó solo con un póster de la Gran Vía de Madrid por todo patrimonio. El trayecto comprendido entre mi domicilio en la calle de Alberto Aguilera  hasta la plaza de Callao se había convertido en un recorrido cotidiano al atardecer que terminaba contemplando la Gran Vía desde el mirador del Club del Gourmet en El Corte Inglés mientras tomaba una cerveza.
En aquel verano de 2018, Madrid respiraba y vivía las Fiestas del Orgullo Gay. Unas celebraciones que no despiertan en mí interés alguno, aunque debo reconocer que le ponen un punto de color a esa Gran Vía de mis amores y pecados. Una Gran Vía a la que contemplaba una tarde más desde mi atalaya de El Corte, abstrayéndome del ruido que reinaba a mi alrededor.
De pronto, mi ensimismamiento se desvaneció al oír la melodía de un móvil tras de mí. Era aquella misma melodía que puso la banda sonora a unos años de juventud vividos y disfrutados entre la pasión y el odio. Sorprendido, me giré hacia atrás y quedé aún más sorprendido cuando vi quién respondía a esa llamada que acababa de producirse. «¿Sería ella?», me pregunté. Ambos nos miramos con cierto aire de perplejidad.
Cuando la mujer que respondió a la llamada terminó la conversación, se acercó y al llegar junto a mí me susurró: «Chapinería, Módulos, 1973». Sí. Era ella. Natalia Rodríguez del Álamo. Habían pasado cuarenta y seis años desde aquel verano en el que ambos habíamos bailado juntos aquella melodía por última vez. Pese al tiempo transcurrido, Natalia aún conservaba una estupenda figura que resaltaba con un conjunto vaquero. Se notaba que dedicaba parte de su tiempo a cuidarse.
La invité a tomar un café. Aquella complicidad y aquella chispa de antaño pronto aparecieron. El pasado y el presente se mezclaban atropelladamente. Paseamos por Gran Vía mientras hacíamos un repaso a aquellas noches de juventud que vivimos junto a la orilla del río Alberche. La chispa y la química fueron in crescendo y el tercer café se lo llevé a la cama.
El destino o la casualidad, no podría decir en qué proporción, quisieron que la canción de Módulos avivara nuevamente aquellas pasiones y que termináramos aquel asunto que un cabo de la Guardia Civil había interrumpido una madrugada de verano cuarenta y seis años antes porque estábamos quebrantando la moral y la decencia.
A la mañana siguiente de nuestro encuentro acompañé a Natalia a su hotel para que recogiera su maleta y partimos hacia el aeropuerto. Su vuelo para Montreux salía al mediodía. Nos despedimos con un abrazo, y al separarnos Natalia depositó un beso en la comisura de mis labios. Cuando quise hablar, ella poniendo el dedo índice en mis labios y con una sonrisa voluptuosa me dijo: «Por fortuna, Pedro Sánchez aún no ha podido desenterrar a Franco. Jamás perdonaremos al dictador la represión sexual que padecimos la Cosecha del 68».
Minutos más tarde, el vuelo con destino a Montreux partía de las pistas del aeropuerto Madrid-Barajas Adolfo Suárez...
Una semana después de la partida de Natalia y mientras hojeaba una revista en la sala de espera del dentista, vi una fotografía de Natalia en la que aparecía detrás de una pancarta a favor de los gais y lesbianas en una de las muchas manifestaciones durante las Fiestas del Orgullo Gay. Aquella muchacha que en 1968 se quitó el sujetador para luchar por una incipiente igualdad de sexos y los derechos de la mujer, cincuenta años después continuaba su lucha.

(Así se fundó, así se reconstruyó y así se desvaneció Cosecha del 68 entre la ficción y la realidad.)

Un Jubilado por la Gran Vía