Ante este reclamo cinematográfico, la nostalgia y el recuerdo se instalan por unos momentos en mí para revivir aquellos días de mi niñez, mi
juventud y mi adolescencia en los que acudíamos a quellos cines de barrio donde proyectaban «dos películas y No-Do» en sesiones que comenzaban a las cuatro de la tarde hasta las doce o doce y media de la noche. Eran las inolvidables sesiones continuas. Unas sesiones que te permitían poder ver dos veces en la misma tarde la película si ésta te había gustado o querías disfrutar algún detalle que durante la primera visualización hubiera pasado inadvertido.
A estos cines de barrio primero acudimos con nuestros padres, generalmente era nuestra madre quien nos acompañaba a esas sesiones autorizadas para todos los públicos en las que entre asaltos a diligencias y persecuciones a cuatreros nos daban de merendar aquellos bocadillos de mortadela o el sabroso pan con una onza de chocolate al tiempo que imaginábamos que éramos el sheriff que limpiaba la ciudad de malhechores. Con el tiempo fuimos cambiando la compañía de nuestra madre por la de los amigos y la de las primeras novias y sustituimos la mortadela y el chocolate por las pipas o el bombón helado, aunque éste siempre era la chica quien se lo comía y siempre era el chico quien lo pagaba. El chico no solo pagaba aquel bombón helado, sino que también pagaba la entrada, la propina al acomodador (entonces había unos señores que te conducían hasta la butaca y por ello se les daba una propina, este gesto a veces era un punto favorable que ganabas ante tu chica), la caña a la salida del cine mientras se comentaba las películas y hasta los billetes de metro o del tranvía. Algunos de mi generación del 68 me comentan a este respecto que éramos unos «paganinis gilis»; sin embargo, pienso y creo que éramos unos pequeños caballeros románticos y sentimentales que, además de correr con los gastos, también ofrecíamos, cuando la ocasión lo requería, a nuestra acompañante femenina nuestro pañuelo para que enjugara esa lágrima que brotaba al ver cómo la protagonista sufría la pérdida de su amor. (Permítanme que haga una pequeña confesión sobre este tema del pañuelo. La acción que representa que un hombre ofrezca su pañuelo a una mujer para que esta seque esa lágrima que amenaza estropear su maquillaje, me parece uno de los actos más románticos, sencillos y hasta con su punto de erotismo que un hombre puede ofrecer a una mujer.)
Aquellos cines de sesión continua nos hicieron soñar, reír, llorar, amar. Nos hicieron mayores. Nos abrieron las puertas del amor y del desamor. Fue el escenario de nuestro primer beso. Vivimos múltiples vidas. Fuimos el Jonh Wayne bonachón, el Glenn Ford rudo y canalla, el Cary Grant caballero y elegante, el Paul Newman de ojos seductores, el Rock Hudson conquistador, el Sean Connery frío y calculador y hasta el vaquero de Marlboro. Poco a poco todo ha ido cambiando, empezando por aquellos enormes carteles, hoy inexistentes, que anunciaban las películas; de aquellos cines refrigerados nunca más se supo; del cinemascope se ha pasado a las proyecciones en 3D; de las entradas con diseño a la tira de papel actual; las pipas y el bombón helado los hemos cambiado por las palomitas y la coca-cola en tamaño gigante que en la mayoría de las ocasiones quedan desparramadas por la butaca; aquellos mitos que nos acompañaron en el cine de barrio se han derrumbado por la acción del tiempo unos y por un falso puritanismo, otros; el desarrollo imaginativo ya no existe porque ahora vivimos todas las escenas con sus más íntimos detalles sin margen alguno que desarrollar; de guardar cola ante las taquillas mientras hacíamos nuestras primeras «manitas» o nos contábamos la película de la semana anterior, a comprar las entradas por Internet; de los tres, cuatro o cinco cines que cada barrio tenía, hemos pasado a las minisalas, eso sí las butacas siguen sin cambiar: las actuales están en tan mal estado que parecen las de antaño; y, además por si todo esto fuera poco, nosotros también hemos cambiado.
En definitiva, pensamos que lo que deben hacer estos señores que organizan cada año la «Fiesta del cine» es procurar hacer mejores películas porque hoy se proyectan filmes que no valen ni el precio reducido y muchas de estas películas ni eso. Hagan cine de calidad y verán cómo el público acude a las salas sin necesidad de fiestas ni gaitas.