
/ Julián Miranda Sanz
C
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UANDO
aquella mañana de noviembre de 1964 subía las escaleras de la estación de Plaza
de España y salía a la avenida de José Antonio, lo primero que vi fue el cine
Colisevm (sic) y una calle muy ancha por la que transitaban muchas personas y
por la que circulaban muchos coches. Quedé boquiabierto.
Esa mañana correspondía a mi primer día de
trabajo. El día anterior había dejado la férrea disciplina de un colegio
religioso en donde recibí más de un capón y más de una hostia por parte de unos
curas que no se cortaban un pelo a la hora de impartir disciplina, educación
moral, religiosa, social y, por supuesto, escolar.
Aquella mañana de invierno ante los dos
edificios más altos que jamás había visto: la Torre de Madrid y el edificio
España, Julián Miranda nacía en un entorno que con el paso de los años se
integró tanto en él que llegaron a formar una pareja indivisible. Hoy, no puedo
imaginar mi vida sin la Gran Vía madrileña.
La Gran Vía (antaño, avenida de José Antonio)
fue testigo de mi renacer a una vida muy distinta a la que hasta entonces había
vivido. Se dice que a España y a los españoles les llegó la libertad cuando
Franco murió. Yo puedo afirmar que para mí llegó muchos años antes. Llegó con
mi primer recorrido por el tramo que transcurre entre la calle de Duque de
Osuna (frente a la Torre de Madrid) y la plaza del Callao.
Atrás habían quedado aquellos días de misa
diaria, bendición del Santísimo los sábados, de películas en blanco y negro en
el cine del colegio los domingos por la tarde y de clases con más de cincuenta
niños y donde las tizas lo mismo servían para escribir en la pizarra que como
arma arrojadiza para hacer callar a aquel alumno que estuviera hablando.
Durante los veintiocho años que trabajé en
empresas ubicadas en Gran Vía o en alguna de sus calles adyacentes, esta
artería fue testigo de mis primeros amores y mis primeros desamores, de mis
sueños y fantasías, unos confesables y otros inconfesables.
Sus cines, sus salas de fiestas, sus cafeterías,
sus comercios, sus bancos o sus edificios fueron testigos de cómo mi capacidad
de asombro descubría cosas nuevas cada día.
Me embelesaba ante aquellos carteles pintados
que anunciaban las películas en las fachadas de los cines, pensando en esos
labios carnosos que lucía la protagonista. Cuando tenía tiempo, me detenía a
tomar un café en la cafetería California porque podía verse alguna señorita con
minifalda. Invitábamos a merendar a nuestra novia en Manila y ver si podíamos
robarla algún beso.
Me sorprendía la arquitectura de sus edificios,
sobre todos, el edificio Metrópolis. Pero el verdadero éxtasis llegaba ante las
fotografías que las salas de fiestas, como J'Hay o York Club, exhibían de las vedettes y que por
entonces representaban lo prohibido para nosotros. No teníamos edad. Y cuando
tuvimos edad, acudíamos a El Abra (hoy desaparecido como Pasapoga), local de alterne que estaba situado enfrente
de Chicote, para ver las superminifaldas de unas superseñoritas que vivían y hacían
disfrutar las noches de Madrid.
De todo aquello, hoy nos queda poco. Unas cosas
porque han cambiado y otras porque han desaparecido.
Han desaparecido las cerilleras que nos
vendieron nuestros primeros cigarros rubios; los limpiabotas que sacaron lustre
a nuestros zapatos; la marquesina de la red de San Luis (hoy estación de Gran
Vía), lugar de encuentro con nuestras citas amorosas; la casa de las muñecas
(frente al cine Rialto), donde compramos alguna muñeca para alguna novia; los zapatos de Segarra; Sepú…
Y han cambiado los bancos, los cines, los
comercios por establecimientos de comida rápida en su mayoría. Los vendedores ambulantes, principalmente los nocturnos de origen chino, han invadido las
aceras de una artería que, a pesar de todo, continúa teniendo vida propia, tanto de día como de noche, y que yo aún conservo en mi memoria tal como fue. Simplemente, era más joven. Y la Gran Vía, también.
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