A ISABEL, por su paciencia y otras cosas. A PEDRO y ESPINOSA, mis primeros jefes. A FERNANDO, profesor de artes gráficas. A LUIS, buen jefe y, sobre todo, persona. A TONI, ahora más que nunca.
NOSOTROS, LOS DE ENTONCES, YA NO SOMOS LOS MISMOS

Algunos personajes o hechos que aparecen en estas galeradas son completamente ficticios y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
RAFAEL MERINO RAMÍREZ | Jubilado
Julián MIRANDA SANZ
LA COLUMNA DE UN EXLINOTIPISTA

Para lectores curiosos


lunes, 23 de febrero de 2015


La columna de un exlinotipista
/ Julián Miranda Sanz

A
LGUNAS veces me han preguntado el porqué decidí confeccionar este blog con un diseño periodístico y no como la mayoría de los blogs que podemos ver en la Red. Pues bien. Deseo que estas explicaciones que doy a continuación calmen esa curiosidad que en muchas ocasiones invade el corazón de los lectores entre los que yo me incluyo.
Decidí adoptar el formato de una página de periódico porque con ello rememoraba mi paso por las artes gráficas y por los talleres de un rotativo vespertino (en aquella época se editaban periódicos que salían bien por la mañana, o bien por la tarde). Mi etapa en las artes gráficas se desarrolló concretamente en las cajas y con el tiempo pasé a las linotipias. En ambas secciones, el trabajo tenía mucha semejanza con la construcción de un puzle. Había que encajar cada pieza y cada palabra hasta ver terminada la página, el folleto, la octavilla o, simplemente, una tarjeta de visita para que el maquinista o minervista pudiera llevar a cabo su trabajo realizando la impresión mediante las minervas o las máquinas planas.
Por ello, hoy, con este blog quiero rendir un pequeño homenaje a aquellos días de cajista de imprenta. Una de las cosas que aún recuerdo con cariño es lo que con frecuencia me decía mi jefe de sección, que era un gran aficionado al género chico: «Te llamas Julián, eres del foro y cajista de imprenta, ganas cuatro pesetas y no debes “na”, ¿cuándo vas a encontrar a tu Susana, chaval?» en clara alusión a mi nombre y mi oficio con el personaje Julián de La verbena de la Paloma. Con el tiempo, la encontré; pero ni era morena, ni del foro, ni se llamaba Susana.
Por otra parte, también incluyo en la columna de la derecha a tres personajes que, por una u otra razón, forman, sin ellos saberlo, parte de mis recuerdos. Como podéis comprobar estos tres maestros son, por orden de aparición en la columna, Antonio Fraguas (Forges), Iñaki Gabilondo y Karlos Arguiñano, con quienes tomaría gustosamente un café en la Gran Vía madrileña.
Forges fue compañero de periódico (él, en la redacción y yo, en los talleres). Con sus viñetas me enseñó el humor. Cuando cerrábamos la edición diaria y tomaba en mis manos el períódico todavía oliendo a tinta lo primero que miraba era el chiste que publicaba Forges y todavía hoy continúo haciéndolo, aunque ya a través de Internet.
Iñaki Gabilondo me acompañó en el desayuno durante muchos años. A las seis de la mañana cuando empezaba Hoy por hoy y la voz de Iñaki nos daba los buenos días ahí estaba yo con mi primer café antes de salir hacia el trabajo. Después continuaba escuchándolo en el coche. Iñaki me enseñó a amar aún más la radio. Sus comentarios sobre la actualidad contribuyeron a que enfocara las cosas con seriedad y rectitud y, sobre todo, con una gran profesionalidad. Aún recuerdo aquel saludo el día de Navidad: «¿Hay alguien ahí?», preguntaba Iñaki. Pues sí. Sí que había alguien. Gracias, Maestro.
Por último, Karlos Arguiñano. El maestro de la cocina y, al igual que yo, de la «Cosecha del 68», hizo que en mí despertara ese amor hacia la cocina y los fogones. Con sus recetas sencillas ha conseguido que yo sea capaz de desenvolverme en la cocina y preparar una comida y no pasar apuros ni tener que recurrir a la llamada del Telepizza para solventar situaciones en las que mi parienta tenga que estar ausente por cualquier causa. (Gracias mi Niña por confiar en mis comidas y por tu apoyo.)
Quizá algún día pueda tomar ese café en Gran Vía con los tres maestros o con alguno de los tres; nunca se sabe y en ocasiones los sueños se cumplen.
Y haciendo mutis por el foro, espero que esta pequeña explicación calme la curiosidad de algunos lectores. 


Cincuenta sombras de nada


viernes, 13 de febrero de 2015


H
OY, víspera de San Valentín, se estrena en España la película Cincuenta sombras de Grey. No hay lugar donde no se hable de este filme y de las aventuras y vivencias sexuales de la señorita Steele con el señor Grey o viceversa. Desde hace tiempo se pusieron a la venta las entradas para presenciar esta película que llega bajo la garantía del éxito alcanzado por la trilogía de la novela que ha vendido más de seis millones de ejemplares.
Por mucho que todos y cada uno de los componentes del equipo de este lanzamiento erótico, tanto literario como cinematográfico, se empeñen en hacernos ver que las sombras del señor Grey representan una nueva forma de vivir el sexo, desde nuestro punto de vista están muy equivocados.
La novela Cincuenta sombras de Grey fue una nueva tendencia con tintes eróticos que se orientó a las mamás que hasta entonces no se habían atrevido a leer una novela de estas características en público, pese a toda la revolución sexual acaecida desde que las féminas lucieron el primer biquini en Benidorm. 
Con estas aventuras que dicen son de BDSM (bondage o ataduras, disciplina y dominación, sumisión y sadismo, y masoquismo) quieren despertar una libido que ya está más que espabilada a estas alturas del estreno de la película. Una película que dura dos horas y que solo tiene once minutos de sexo, de un sexo light, poca cosa puede estimular. Hoy, las mujeres y los hombres, los jóvenes y los menos jóvenes, los que estudian o los que trabajan, todos, están al cabo de los asuntos sexuales.
Por ello, creemos que estas sombras eróticas solo serán sombras que se desvanecerán en cuanto las luces de la sala donde se proyecten se enciendan. Las únicas sombras eróticas que nos han perseguido durante años y que todavía hoy ensombrecen en alguna ocasión nuestra pasión amorosa fueron las que proyectaron aquellas películas que se emitieron entre los últimos años de la década de los setenta y los comienzos de los ochenta.
Películas como Emmanuelle, Historia de O, Portero de noche, La naranja mecánica, El imperio de los sentidos, El último tango en París, etc., sí marcaron una época para todos los españoles que ya no teníamos que cruzar los Pirineos para ver lo que nuestra mente era capaz de imaginar sexualmente. Aquellas películas sirvieron para que las parejas hicieran frente o perdieran muchos tabúes que hasta entonces existían en la sociedad. Más tarde llegaron otras cuantas películas, en esta ocasión españolas, como Las edades de Lulú, Átame, Amantes, Lucía y el sexo…, pero ya no eran lo mismo.
Como decía don Hilarión: «Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad». Sin embargo, en lo tocante al sexo continúa siendo más de lo mismo: ni sumisión, ni liberación, ni gaitas. Siempre será lo que diga la Rubia. Lo único que ha cambiado es la forma.
Antes las chicas si no querían ni sexo ni erotismo interponían sus codos entre su cuerpo y el tuyo y así no había forma de hacer nada. Hoy si no les apetece te dicen: «No quiero». Y tampoco se hace nada. Al final, la ley en la frontera sexual siempre estará marcada por lo que quiera la señorita que nos acompañe hasta la «habitación roja».
Por último, y ya que estamos hablando de erotismo, para mí la escena que más tensión sexual me creó fue la que protagoniza en Vestida para matar Angie Dickinson en el asiento trasero de un taxi. 


Renacer en la Gran Vía de Madrid


jueves, 5 de febrero de 2015


La columna de un exlinotipista
/ Julián Miranda Sanz

C
UANDO aquella mañana de noviembre de 1964 subía las escaleras de la estación de Plaza de España y salía a la avenida de José Antonio, lo primero que vi fue el cine Colisevm (sic) y una calle muy ancha por la que transitaban muchas personas y por la que circulaban muchos coches. Quedé boquiabierto.
Esa mañana correspondía a mi primer día de trabajo. El día anterior había dejado la férrea disciplina de un colegio religioso en donde recibí más de un capón y más de una hostia por parte de unos curas que no se cortaban un pelo a la hora de impartir disciplina, educación moral, religiosa, social y, por supuesto, escolar.
Aquella mañana de invierno ante los dos edificios más altos que jamás había visto: la Torre de Madrid y el edificio España, Julián Miranda nacía en un entorno que con el paso de los años se integró tanto en él que llegaron a formar una pareja indivisible. Hoy, no puedo imaginar mi vida sin la Gran Vía madrileña.
La Gran Vía (antaño, avenida de José Antonio) fue testigo de mi renacer a una vida muy distinta a la que hasta entonces había vivido. Se dice que a España y a los españoles les llegó la libertad cuando Franco murió. Yo puedo afirmar que para mí llegó muchos años antes. Llegó con mi primer recorrido por el tramo que transcurre entre la calle de Duque de Osuna (frente a la Torre de Madrid) y la plaza del Callao.
Atrás habían quedado aquellos días de misa diaria, bendición del Santísimo los sábados, de películas en blanco y negro en el cine del colegio los domingos por la tarde y de clases con más de cincuenta niños y donde las tizas lo mismo servían para escribir en la pizarra que como arma arrojadiza para hacer callar a aquel alumno que estuviera hablando.
Durante los veintiocho años que trabajé en empresas ubicadas en Gran Vía o en alguna de sus calles adyacentes, esta artería fue testigo de mis primeros amores y mis primeros desamores, de mis sueños y fantasías, unos confesables y otros inconfesables.
Sus cines, sus salas de fiestas, sus cafeterías, sus comercios, sus bancos o sus edificios fueron testigos de cómo mi capacidad de asombro descubría cosas nuevas cada día.
Me embelesaba ante aquellos carteles pintados que anunciaban las películas en las fachadas de los cines, pensando en esos labios carnosos que lucía la protagonista. Cuando tenía tiempo, me detenía a tomar un café en la cafetería California porque podía verse alguna señorita con minifalda. Invitábamos a merendar a nuestra novia en Manila y ver si podíamos robarla algún beso.
Me sorprendía la arquitectura de sus edificios, sobre todos, el edificio Metrópolis. Pero el verdadero éxtasis llegaba ante las fotografías que las salas de fiestas, como J'Hay o York Club, exhibían de las vedettes y que por entonces representaban lo prohibido para nosotros. No teníamos edad. Y cuando tuvimos edad, acudíamos a El Abra (hoy desaparecido como Pasapoga), local de alterne que estaba situado enfrente de Chicote, para ver las superminifaldas de unas superseñoritas que vivían y hacían disfrutar las noches de Madrid.
De todo aquello, hoy nos queda poco. Unas cosas porque han cambiado y otras porque han desaparecido.
Han desaparecido las cerilleras que nos vendieron nuestros primeros cigarros rubios; los limpiabotas que sacaron lustre a nuestros zapatos; la marquesina de la red de San Luis (hoy estación de Gran Vía), lugar de encuentro con nuestras citas amorosas; la casa de las muñecas (frente al cine Rialto), donde compramos alguna muñeca para alguna novia; los zapatos de Segarra; Sepú…
Y han cambiado los bancos, los cines, los comercios por establecimientos de comida rápida en su mayoría. Los vendedores ambulantes, principalmente los nocturnos de origen chino, han invadido las aceras de una artería que, a pesar de todo, continúa teniendo vida propia, tanto de día como de noche, y que yo aún conservo en mi memoria tal como fue. Simplemente, era más joven. Y la Gran Vía, también.


ENTRE LA FICCIÓN
Y LA REALIDAD





Jubilado noctámbulo

EL DÍA EN GALERADAS
Jueves 16 de enero de 2020

Y ahora a por el Oscar
CONOCÍAMOS varias facetas de la vida de Pablo Iglesias, pero tras ser designado vicepresidente del gobierno de Pedro Sánchez, ha salido a la luz la verdadera vocación de Pablo Iglesias. Con su nombramiento para formar parte del nuevo gobierno progresista y de coalición y feminista y populista y oportunista y veleta se han confirmado los rumores que desde hacía tiempo venían rondando por esta redacción sobre una de las pasiones ocultas del exultante líder de Unidas Podemos: el cine.
Por ello es por lo que hoy publicamos el cartel que anuncia la última película que el gran actor Iglesias ha protagonizado: El hombre del Oeste, filme producido y dirigido por un novel director Sánchez. Con esta película, tanto el director como el actor quieren rendir un homenaje a la España del «blanco y negro» (representada en un mítico Kirk Douglas) y a la España del tecnicolor (personificada en el legendario Alfredo Landa), sirviendo como nexo de unión entre ambas el ya populista Pablo Iglesias, que lo mismo interpreta un drama o una comedia o un wéstern o una vicepresidencia.
Lástima que por demorarse su elección como ministro no pueda optar a los Oscar y haya llegado tarde para competir con Antonio Banderas por el premio a mejor actor. Pero démosle tiempo a este nuevo intérprete del séptimo arte que se atreve con todos los géneros de la interpretación.
Desde el pasado lunes 13 de enero se proyectan en las Salas de la Carrera de San Jerónimo los filmes más destacados de Pablo Iglesias. Títulos como El pisito, No sin mi Irene, Los tramposos, Deprisa, deprisa, Furtivos, Amantes, Mentiroso compulsivo o El Azotador, entre otros.
Desde esta columna deseamos a Pablo Iglesias los mayores éxitos en el desempeño de su nueva faceta por el bien suyo, por el de Irene, por el de Pedrín (el de Roberto Alcázar), por el populismo, por los que se han ido y por los que quieren irse y por los que llegan, por los del feminismo, por los LGBT, por los del cambio climático, por los colectivos marginados, por los de Teruel, por los del centro (bueno, por éstos no), por los que creen en la igualdad entre las mujeres y los hombres… Por todos ellos y todas ellas sí se puede.

Un Jubilado por la Gran Vía



EL DÍA EN GALERADAS
Miércoles 25 de diciembre de 2019

Las necesidades del espíritu
DOS veces al año, desde que me divorcié, quedo con mi amigo Andrés. Una cita es a principios de verano y la otra, cuando se acercan las Navidades. Si la cita corresponde con el tiempo de verano, solemos quedar en cualquier lugar del Levante y si el encuentro es durante la Navidad, nos citamos en cualquier restaurante de la Gran Vía madrileña. «Nuestra» Gran Vía.
A Andrés lo conozco desde aquellos años de juventud en que cada fin de semana echábamos nuestras partidas de billar y frecuentábamos discotecas en busca de muchachas que quisieran compartir con nosotros esos momentos que nuestra juventud nos demandaba entre la gloria y el infierno y que tenían lugar en un piso de alquiler en el que, aparte de estos encuentros compartidos, organizábamos partidas de cartas con otros amigos del barrio, celebrábamos cenas con largas sobremesas en las que cada uno a su manera contaba de qué forma podríamos vivir un futuro en libertad y en democracia; también solía contarse alguna que otra trola. Pues bien, aquel piso de alquiler era además la vivienda de Andrés.
Atrás quedaron todas aquellas aventuras amparadas en una loca y, en ocasiones, irresponsable juventud. La vida nos condujo unas veces por donde quiso y otras, por donde nosotros queríamos caminar o al menos eso pensábamos. Nuestros encuentros de juventud se desvanecieron por la situación laboral de cada uno de nosotros. Andrés marchó a trabajar durante largas temporadas a Londres y con ello nuestra relación se limitó a algunas cartas o a algunos encuentros esporádicos durante las vacaciones de verano que aprovechábamos para visitar algún lugar de moda durante la época estival. Sin embargo, cuando nuestra amistad se tambaleó hasta caer en un abismo fue cuando durante unas vacaciones de verano conocimos a dos jovencitas que a la postre fueron nuestras esposas. Vamos que nos casamos por la Santa Madre Iglesia y hasta que la muerte nos separase. Sin embargo, no fue la muerte quien nos separó, sino otras circunstancias que ahora no vienen al caso y que algún día desvelaré. Pero volvamos a mis encuentros con Andrés. En esta ocasión nos citamos en un restaurante de la Gran Vía. La emblemática calle de Madrid había sido engalanada con las luces que anunciaban la Navidad y por sus aceras transitaban ciudadanos, unos llegados de provincias y otros, lugareños, que ponían cierto colorido a la noche madrileña.
Andrés y yo contemplábamos toda esa fauna consumista como lo veníamos haciendo desde hacía muchas Navidades. Sin embargo, con el paso de los años, todo era distinto. Habían cambiado los locales, los cines, las salas de fiesta, los transeúntes... Había cambiado hasta la propia Gran Vía y, por supuesto, nuestras conversaciones, nuestras necesidades y, claro, nosotros mismos.
Es curioso comprobar cómo tu top de prioridades va experimentando variaciones con el paso del tiempo y, por ello, las necesidades espirituales sufren tantas variaciones como si de una bolsa de valores se tratara. Y a esas prioridades del espíritu son a las que Andrés y yo dedicamos nuestros encuentros gastronómicos y anuales. Al principio de estas reuniones, cuando teníamos unos cuanto años menos, nuestras conversaciones fluían al amparo de una cena sobre nuestros proyectos, nuestra vida laboral, nuestros ideales políticos, nuestro número de conquistas amorosas y de las no amorosas, nuestras aficiones y, a veces, hasta de nuestra familia, sin darle importancia al verdadero anfitrión de la mesa: el menú. A continuación nos trasladábamos a cualquier sala de fiestas o discoteca para concluir en no se sabía bien en qué cama ni quién era la morena o la rubia que teníamos junto a nuestro cuerpo desnudo.
El tiempo pasa inmisericorde y con él pasa nuestra vida. Deja de importarnos la política. De la oficina, ni hablar, tan solo algún vago recuerdo sin importancia. De la familia... de la familia, mejor dejarla correr como al agua. Las aficiones: las que nos gustan ya no podemos practicarlas y las que podemos practicar no nos agradan. Los amores... pues los amores ni correspondidos ni sin corresponder, salvo algún escarceo ocasional. Y de los alimentos, ¿qué? Pues que el que no perjudica al riñón hace daño al hígado o te sube el colesterol. Vamos, que estamos a punto de pasar esa raya que marca la frontera entre vivir una vida de privaciones de toda clase y comenzar a tomar pastillas para toda clase de remedios.
Por ello, en las comidas o cenas que celebro junto a mi amigo Andrés, por un lado, nos saltamos toda clase de recomendaciones, tanto de las médicas, de las sociales, de lo políticamente correcto como de las que nos inculcó la Santa Madre Iglesia condenándonos al fuego eterno si no cumplíamos sus preceptos y, por otro, mandamos al diablo todas las privaciones y nos ocupamos de esas necesidades del espíritu de las que los médicos no tienen ni idea y disfrutamos, al menos dos veces al año, de lo que son los placeres de la vida: un buen amigo, una exquisita cena sin restricciones y con su correspondiente sobremesa regada con un buen coñac, un paseo por los santos lugares de antaño, unas copas y una compañía femenina de coalición. En pocas palabras, lo que toda la vida se viene llamando «echar una cana al aire».

Un Jubilado por la Gran Vía



EL DÍA EN GALERADAS
Martes 26 de noviembre de 2019

Cómo dejé de fumar
HACE unos dias leí en la prensa que Robert Norris, más conocido como el «hombre Marlboro», había fallecido a los noventa años y que nunca había fumado. Yo sí fui fumador.
La noticia hizo que me retrotrayese a aquellos años en los que, aún siendo un imberbe, quería imitar e incluso ser el hombre de Marlboro. Transcurrían los años sesenta y a mediados de esa década dejaba la férrea disciplina de un colegio religioso con misa diaria y fiestas de guardar para enfrentarme con un mundo en el que todo me resultaba novedoso, fascinante, ilusionante y hasta turbulento y pecaminoso. Empezaba a ver cómo era la vida fuera de los muros del colegio.
Comencé a trabajar y aparqué los estudios. Descubrí mi barrio y conocí nuevos amigos. La diaria asistencia a misa fue transformándose en visita cotidiana a los billares del barrio. Las clases de matemáticas se convirtieron en lecciones de cómo hacer carambolas en el juego del billar. El amor cristiano que me enseñaron aquellos curas del colegio se convertía en amores paganos y sin duda acreedores de las penas más terribles del infierno.
Durante ese devenir entre lo prohibido y lo permitido, en mi vida irrumpieron el mítico vaquero que anunciaba los cigarrillos Marlboro con su icónico sombrero y Humphrey Bogart con su cigarrillo entre los dedos. Aquellas imágenes me trasladaban a un mundo que representaba para mí el poder, la seducción, la libertad, el placer... y comencé a fumar.
Fumaba porque, entre otras cosas, fumar era bien visto por la sociedad y hasta llegué a creer que ello me reportaba más éxito con las chicas y porque con un cigarrillo entre mis dedos me sentía más seguro.
En alguna que otra ocasión ofrecer un cigarrillo era una forma de comenzar una conversación e incluso servía para llenar esos silencios que a veces se producían durante algún encuentro, llamésmolo amoroso. Me gustaba que cuando salía con una chica, ésta fumara. Encender un cigarrillo y ponérselo entre sus labios o ver la marca que su carmín dejaba en la boquilla del cigarrillo eran situaciones que me proporcionaban grandes dosis de morbo, tantas como las que aún me producen unos tacones de aguja.
Los fines de semana (el resto de la semana fumaba Bisonte o Tres Carabelas) compraba un paquete de Marlboro y lo compartia con mis colegas en los guateques, durante los partidos de pelota en el frontón Madrid o durante las partidas de billar de domingo por la mañana.
Asi, entre bisonte y marlboro, entre el trabajo y los billares, entre charlas con los colegas y conquistas femeninas, fueron pasando los años y cada día iba incrementando el consumo del tabaco. Me encontraba seguro con un cigarrillo en la mano. Esa seguridad me daba fuerzas para emprender nuevas empresas, tanto profesional como personal. Me matriculé en la Escuela Oficial de Idiomas para cursar francés. Y durante un descanso entre clases fui a encender un cigarrillo y en ese momento de búsqueda por los bolsillos tratando de encontrar el encendedor fue cuando una de las chicas cercanas a mí me ofreció una carterilla de cerillas de esas que anunciaban, bien un bar de copas, bien una discoteca. Nos enrollamos.
Ninguno sabía el tiempo que duraría aquello. Sólo teníamos claro que nos gustábamos mutuamente, que queríamos disfrutar sólo el presente sin mirar el futuro y que a los dos nos gustaba fumar y así comenzamos a salir y a despertar partes de nuestra piel que teníamos dormidas. Nuestra aventura navegaba a favor del viento hasta que una de esas tardes que pasábamos en cualquier discoteca ocurrió lo que jamás imaginamos ninguno de los dos que pasaría: comencé a aborrecer el tabaco.
Aquella tarde transcurría como una de tantas otras. Bailamos. Nos besamos. Volvimos a bailar y volvimos a besarnos. Disfrutábamos el presente hasta que ella dio una calada y acercó su boca a la mía en un ademán de besarme.
Yo entreabrí mi boca como había hecho en otras muchas ocasiones esperando sentir su lengua explorando todo mi interior, pero lo que sentí fue toda una bocanada de humo que me produjo náuseas y un cabreo impresionante que tardé varios días en olvidarlo, no así la sensación de ahogo que me produjo aquel beso envenenado, pues cada vez que encencía un cigarrillo y daba la primera calada sentía una sensación de rechazo que me obligaba a tirar el cigarro al suelo y pisarlo con rabia.
Días después, mientras nos besábamos dentro del coche, ella volvió a repetir la misma acción de depositar el humo del cigarro dentro de mi boca con lo que logró que vomitara manchando su vestido y la tapicería del asiento del coche, y cogiendo esta vez un cabreo monumental, que quizá hoy sería catalogado de violencia machista.
Durante los días posteriores iba aumentando mi rechazo al tabaco y al mismo tiempo hacia aquella muchacha. Poco a poco fuimos espaciando nuestras citas hasta llegar al final de aquella aventura que comenzamos con una carterilla de cerillas. Ella se marchó a Granada, no recuerdo a qué. Yo abandoné la Escuela de Idiomas, marché a Gijón de comercial en un concesionario de coches y dejé mi adicción al tabaco.
Todavía hoy conservo aquella carterilla de cerillas y llevo un encendedor en el bolsillo de la chaqueta por si alguien se acerca para decirme: «Por favor, me da fuego».

Un Jubilado por la Gran Vía



EL DÍA EN GALERADAS
Miércoles 20 de marzo de 2019

Todo tiene su fin
ATRÁS quedó 2018. Un año que muchos recordaremos porque se celebró el cuadragésimo aniversario de la  Constitución española o el año que un tal Pedro Sánchez, tras pactar con Dios y con el diablo, se alzó a los altares del poder, disfrutó con un falcón, hizo más viajes que todos los jubilados del Imserso juntos y se aseguró una pensión de lujo de por vida para regocijo propio y señora. Esto es hacer carrera. Al término de su embarazo presidencial (comienzos de 2019), presentó sus memorias y, entre los cambios más sonados mediante decretos-leyes durante su mandato al frente del Gobierno de España, puede atribuírsele el de un colchón para cama de matrimonio. Por el momento no nos consta que también haya cambiado las almohadas y la sábana bajera por decreto-ley.
Sin embargo, para mí 2018 fue el año en el que se cumplieron cincuenta años de la creación de Cosecha del 68. No. No se trata de un vino. Cosecha del 68 obedece al nombre que un grupo de muchachos, allá por el año 1968 y por iniciativa de una jovencita llamada Natalia, decidieron en aquel verano dar nombre propio al grupo que desde hacía un año se divertía los fines de semana, y especialmente en verano, en la discoteca de Chapinería, un pueblo cercano a Madrid. Por ello, aquel verano del 68 fue algo especial para todos los integrantes de aquella cuadrilla (chicos y chicas).
Los fines de semana se sucedían, y la unión y la complicidad de todos nosotros iban ganando enteros. Solíamos reunirnos en Aldea del Fresno, lugar del que algún miembro del grupo era natural o bien sus padres tenían una segunda vivienda. La empatía que reinaba entre nosotros era tal que continuó más allá del verano y fue prolongándose durante el resto de las estaciones. Acudir un fin de semana a Aldea y Chapi fue convirtiéndose para todos nosotros en una fiesta de precepto y en lugar de amoríos para muchos, de amores para otros y de desamores para algunos. Todos ellos alimentados por la brasa que aviva el fuego hormonal propio de una juventud estigmatizada por la censura sexual a la que estaba sometida por el régimen franquista. Cosecha del 68 permaneció unido durante cinco años.
En el verano de 1969, el grupo musical Módulos lanza una de las baladas más destacadas en el panorama musical español, Todo tiene su fin, que acabó con la norma de que las canciones comerciales debían tener cerca de tres minutos de duración. (Años más tarde, esta balada recobró un gran éxito con la versión del grupo cordobés Medina Azahara publicada en 1992.) Está canción fue una de mis preferidas durante aquel periodo. A esta preferencia se sumó Natalia. Con sus acordes nos enamoramos, nos desenamoramos, nos quisimos y nos odiamos. El azar quiso que Todo tiene su fin también fuera el anuncio del final de Cosecha del 68. Poco a poco la cuadrilla fue disgregándose. Unos encontraron pareja fuera del grupo; algunos sufrieron desengaños y decidieron buscar consuelo en otro lugar; otros se trasladaron a otra ciudad e incluso a otro país. Este fue el caso de su fundadora, Natalia, que, tras vivir en varias ciudades españolas, se marchó a Montreux (Suiza) y de la que, debido a la falta de redes sociales y del wasap, no volví a tener más noticias, salvo en un par de ocasiones en las que coincidimos en la feria del SIMO allá por la década de 1980. El tiempo fue pasando y los veranos fueron sucediéndose hasta llegar a 2018.
El verano de 2018 me pilla en Madrid. Los paseos por su Gran Vía me habían ahorrado unos cuantos euros en psicólogos para superar una depresión tras mi separación. Una separación ya muy lejana, pero con heridas que ni el tiempo ha sido capaz de cicatrizar. Heridas más económicas que amorosas, pues mi ex me dejó solo con un póster de la Gran Vía de Madrid por todo patrimonio. El trayecto comprendido entre mi domicilio en la calle de Alberto Aguilera  hasta la plaza de Callao se había convertido en un recorrido cotidiano al atardecer que terminaba contemplando la Gran Vía desde el mirador del Club del Gourmet en El Corte Inglés mientras tomaba una cerveza.
En aquel verano de 2018, Madrid respiraba y vivía las Fiestas del Orgullo Gay. Unas celebraciones que no despiertan en mí interés alguno, aunque debo reconocer que le ponen un punto de color a esa Gran Vía de mis amores y pecados. Una Gran Vía a la que contemplaba una tarde más desde mi atalaya de El Corte, abstrayéndome del ruido que reinaba a mi alrededor.
De pronto, mi ensimismamiento se desvaneció al oír la melodía de un móvil tras de mí. Era aquella misma melodía que puso la banda sonora a unos años de juventud vividos y disfrutados entre la pasión y el odio. Sorprendido, me giré hacia atrás y quedé aún más sorprendido cuando vi quién respondía a esa llamada que acababa de producirse. «¿Sería ella?», me pregunté. Ambos nos miramos con cierto aire de perplejidad.
Cuando la mujer que respondió a la llamada terminó la conversación, se acercó y al llegar junto a mí me susurró: «Chapinería, Módulos, 1973». Sí. Era ella. Natalia Rodríguez del Álamo. Habían pasado cuarenta y seis años desde aquel verano en el que ambos habíamos bailado juntos aquella melodía por última vez. Pese al tiempo transcurrido, Natalia aún conservaba una estupenda figura que resaltaba con un conjunto vaquero. Se notaba que dedicaba parte de su tiempo a cuidarse.
La invité a tomar un café. Aquella complicidad y aquella chispa de antaño pronto aparecieron. El pasado y el presente se mezclaban atropelladamente. Paseamos por Gran Vía mientras hacíamos un repaso a aquellas noches de juventud que vivimos junto a la orilla del río Alberche. La chispa y la química fueron in crescendo y el tercer café se lo llevé a la cama.
El destino o la casualidad, no podría decir en qué proporción, quisieron que la canción de Módulos avivara nuevamente aquellas pasiones y que termináramos aquel asunto que un cabo de la Guardia Civil había interrumpido una madrugada de verano cuarenta y seis años antes porque estábamos quebrantando la moral y la decencia.
A la mañana siguiente de nuestro encuentro acompañé a Natalia a su hotel para que recogiera su maleta y partimos hacia el aeropuerto. Su vuelo para Montreux salía al mediodía. Nos despedimos con un abrazo, y al separarnos Natalia depositó un beso en la comisura de mis labios. Cuando quise hablar, ella poniendo el dedo índice en mis labios y con una sonrisa voluptuosa me dijo: «Por fortuna, Pedro Sánchez aún no ha podido desenterrar a Franco. Jamás perdonaremos al dictador la represión sexual que padecimos la Cosecha del 68».
Minutos más tarde, el vuelo con destino a Montreux partía de las pistas del aeropuerto Madrid-Barajas Adolfo Suárez...
Una semana después de la partida de Natalia y mientras hojeaba una revista en la sala de espera del dentista, vi una fotografía de Natalia en la que aparecía detrás de una pancarta a favor de los gais y lesbianas en una de las muchas manifestaciones durante las Fiestas del Orgullo Gay. Aquella muchacha que en 1968 se quitó el sujetador para luchar por una incipiente igualdad de sexos y los derechos de la mujer, cincuenta años después continuaba su lucha.

(Así se fundó, así se reconstruyó y así se desvaneció Cosecha del 68 entre la ficción y la realidad.)

Un Jubilado por la Gran Vía