Del pisito a la residencia para mayores
Por Julián Miranda Sanz
EL PASADO 24 de agosto, Antonio,
Abelardo, Pablo y el que suscribe acudimos, como cada último sábado de mes, a
la residencia para mayores donde se encuentra ingresado Federico desde
hace dos años. (En otra ocasión les pondré al corriente de quién es
quién.)
Federico es un
amigo de hace mucho tiempo, de los que particularmente llamo "cosecha del
68" y no porque esté relacionado precisamente con algún vino, sino porque
forma parte de una pequeña cuadrilla de amigos que se fundó allá por 1968. La
vida, incluso en el peor de los casos, siempre le sonreía. Era una persona
emprendedora, y tras pasar por diferentes puestos y oficios, llegó a montar un
bar. El negocio prosperó y fue ampliado a restaurante. Se casó con la cocinera
que tenía empleada en el restaurante.
Sin embargo, un
mal día, la vida dejó de sonreirle y Ana, su mujer, falleció de un infarto
mientras estaba en la cocina del restaurante. Desde ese día Federico, que
quería a su mujer hasta enloquecer, no levantó cabeza. Cayó en una depresión y
no podía acudir al restaurante porque veía a Ana por todas partes. Tras varios
tratamientos, no sólo no superó la depresión, sino que sufrió un ictus y la situación
se complicó. Se encontraba solo (no habían tenido hijos, y sólo tenían
sobrinos). Los amigos le ayudábamos lo que podíamos, y los sobrinos, también. Después
de varios tratamientos, costosas recuperaciones y mucha fuerza de voluntad,
mejoró, aunque todavía le quedan secuelas.
Un día que
estábamos reunidos en su casa nos dice que está decidido a dejar su pisito, su
negocio e ingresar en una residencia para mayores. Vende el piso y el
restaurante para costearse la residencia y los cuidados que aún necesita y con
estas ventas también pierde la poca ayuda que le dispensaba algún sobrino (sólo
le cuidaban por el interés).
Hoy vuelve a
estar contento y a ser una persona feliz. Esto nos lo dice siempre que le
visitamos. Y todo porque, según nos comenta, no da "guerra" a ningún ser
querido, se ha dado cuenta de la clase de sobrinos que tenía (siempre les
ayudó: en el trabajo, en los estudios y hasta con los vicios) "pero eran
unos interesados, ya ni me llaman por teléfono", dice. Las únicas visitas
que recibe son las de la "cosecha del 68". Recordamos tiempos,
echamos una partidita al dominó. Y nos vuelve a decir soy feliz porque no he
hecho daño a nadie, he ayudado a todo el que me lo pidió y cuando Dios quiera
me reuniré con mi Ana y juntos pasearemos por allí arriba (señalando hacia el
cielo).
"Amigos,
sólo tengo lo puesto y poco más, pero cada noche al acostarme tengo lo más
preciado que una persona puede poseer: la conciencia en paz, os quiero."
Con estas palabras se despide siempre de nosotros.
Hasta otro día,
Federico, hoy has vuelto a impartir otra magistral lección de humildad que
todos nosotros apreciamos porque sabemos que tanto cuando tenías como cuando
no disponías de nada eras el mismo y siempre estuviste al lado del que te
necesitó. Gracias, amigo.
No hay comentarios