S
|
Í. Seguro que queda alguno o muchos que el próximo lunes o tal vez
mañana domingo o quizá hoy mismo ya haya vuelto a esa rutina del hacer
cotidiano a la que quizá ya estuviera deseando retornar.
Y es
que desde que allá por el mes de julio ya comenzamos a ver los décimos para el
sorteo de Navidad con ese reclamo publicitario que te penetraba como un dardo
no venenoso sino peor aún: el de la duda de si este año puede que sea verdad y
me toque. Pues bien, acuciados por esa duda y porque estamos de vacaciones y,
entre otras cosas, podemos encontrar nuestra suerte, vamos y compramos un
décimo por si acaso toca. Y así de esta manera comenzamos a vivir y navegar por
una Navidad que aún tardará en llegar casi medio año, pero que casi sin darnos
cuenta nos presentamos en el mes de noviembre en un pispás y entonces ya sí que
no hay marcha atrás.
Estamos
atrapados en una vorágine que sin poderlo remediar nos conduce a ese naufragio
navideño del que cada uno intenta salir lo más airoso que puede. Un naufragio
con cinco momentos peligrosos: Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y
Reyes. Y eso sin contar las cenas de empresa; las comidas con los
ex del
trabajo o los amigos; la compra de los regalos para Papá Noel y los Reyes
Magos; ver las luces de Navidad que adornan las principales calles de tu
ciudad; los viajes por vacaciones de Navidad, o acudir con los más pequeños de
la casa a Cortylandia. Por si todo esto no fuera suficiente, las mentes
empresariales y gubernamentales se encargan de agitar más las aguas navideñas por
las que navegamos para empujarnos a la compra, al despilfarro, a la algarabía,
a un diviértete ahora que puedes que es Navidad.
Estamos atrapados en una vorágine que sin poderlo remediar nos conduce a ese naufragio navideño del que cada uno intenta salir lo más airoso que puede.
Pero
esto no termina aquí. Tenemos el obstáculo de los dulces navideños. Se nos amontonan.
Y con ellos, el colesterol y el azúcar. Pero nada de esto nos importa. Es
Navidad. Ya no hay crisis o al menos eso nos inculcan desde el Gobierno. Y
nosotros seguimos comprando y comiendo aun sin saber para qué. No importa es
Navidad y ya no hay crisis.
Tras
todos estos estragos navideños y una vez superada la traca final: la devolución
o cambio del regalo que Papá Noel o los Reyes Magos una vez más nos dejaron
equivocado, comenzamos esa bendita rutina cotidiana de la que nunca
deberíamos haber salido.
Y es
que, queridos lectores, uno añora aquellas Navidades más sosegadas que
comenzaban el día del sorteo de Navidad; sólo existían los Reyes Magos; no
había tantas comidas ni cenas, ni de empresa ni familiares; la crisis se vivía
en la mayoría de los hogares todo el año y no desaparecía ni por Navidad; las
guerras hacían un alto el fuego porque era Navidad; las fiestas de Nochevieja
se celebraban en comedor de la casa y por los pasillos se bailaba la conga; los
más pequeños podíamos ese día de Nochevieja acostarnos tarde o no acostarnos;
se escuchaban villancicos, y los mayores de nuestra casa nos repetían la misma
historia cada Navidad: «¡Qué ganas tengo de que se terminen las Navidades!»
Pues
eso, será que nosotros ya somos, al menos, mayores o que entre todos hemos
convertido las Navidades en un gigantesco crucero que cada Navidad termina
naufragando en un mar de guerras, desigualdades, deshumanización, excesos,
prisas, caos o en una locura colectiva.